El Teléfono sonó una fría mañana de mayo, la recuerdo muy bien, era como si el clima tratara de advertirnos de la tragedia que había ocurrido en la madrugada mientras la ciudad descansaba plácida e indiferente a las desgracias particulares.
Se había ido, 50 años dejando una huella en la vida de miles de personas, la muerte, tan infalible, los arrebataba en unos cuantos minutos. Sus dolientes, que éramos muchos, a la vez éramos pocos en medio de una sociedad que sigue adelante indolente frente a sus muertos, pues al fin y al cabo la muerte viene por todos sin excepción alguna a sacarnos del suplicio de la vida; a regresarnos a la paz y misericordia de la nada. Somos efímeros, instantáneos, casi etéreos; venimos a este mundo a morir, o bueno, venimos a vivir; a vivir para al final poder morir.
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